ME ENAMORÉ POR SU MANERA DE COGER
Me enamoré por su manera de coger, por su
manera de culear.
No por su cara, no por cuerpo, no por olor,
ni por su sabor;
no por sus sentimientos, ni sus
pensamientos, ¡no!, me enamoré por su manera de coger.
Estaba media pendeja, escribía
"oli", "sip", "nope" y "ps" y decía un
chyngo de groserías;
era fría, enojona y mamona;
no entendía los sarcasmos y le aburrían los
temas literarios.
Muchas veces quise cambiarla, le regalaba
libros, le recitaba líneas, le hacía poesías en papelitos regados, y ella me
devolvía las servilletas con un "mejor cógeme como tú sabes, cabrón".
Era una ignorante, lo único que sabía era
el Kama Sutra al derecho y al revés;
no conocía de libros, ni de poesías, ni de
escritores, si empezaba a hablarle de eso, torcía los ojos y me bajaba la
bragueta, y succionaba hasta terminar en su boca, después volteaba conmigo
lamiéndose los bigotes como una gata, y altanera me decía:
—Qué rica sabe tu poesía.
Luego se despojaba de su ropa para montarse
en mi boca de espaldas.
—Este es mi libro abierto, léelo, poeta,
hijo de perra — exigía.
Ahí se restregaba un rato hasta venirse
unas dos veces, después se arrastraba como culebra por mi vientre hasta que
nuestros sexos embonaran como piezas de rompecabezas.
—Tú naciste para coger —le decía mientras ella
cabalgaba como loca— pero no te das
cuenta que también eso es poesía.
—¡Cállate y cógeme sr. Grey!
"¿Grey? —pensaba— ¡de verdad que está
pendeja!".
Pero su manera de menearse lo compensaba, su
manera de hacerlo era tan inverosímil, tan sin reserva, tan sin tabúes;
más que una felación, parecía un sacrificio
humano;
se entregaba por completo, como si de eso
dependiera su vida, como si fuera la primera vez que lo hiciera, o la última;
como si estuviera enamorada tanto como yo
lo estaba por su manera de coger.
A veces de tanta entrega, de tantas
lágrimas que derramaba mientras lo hacía, y tantos balbuceos, súplicas y
jadeos, pensaba que de pronto se le escaparía un "te amo", o un
"no quiero estar sin ti", pero no, nunca, nunca, nunca pasó, todo
sucumbía después del orgasmo.
Después de recuperarse, ella se vestía, se
maquillaba, se medió peinaba y me deba un
beso en la frente y se iba, dejándome ahí
con el cuerpo desfallecido y el alma enamorada.
—Gracias poeta —decía.
En seguida tomaba una pluma y un papel, para
ahora eyacular en letras.
Ese día,
le escribí el poema más corto:
"Qué ironía, no le gustaban las
letras, pero ella misma era poesía, mi poesía..."
Y sinceramente ahora no sé quién es el pendejo.